domingo, 12 de julio de 2009

Criminalización a la Demanda de los Pueblos Indígenas: Colombia, Chile y Perú

El Informe Criminalización de las Demandas de los Pueblos Indígenas, Colombia, Chile y Perú fue elaborado por la Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas, CAOI. Este informe fue presentado para el proceso de incidencia política de la CAOI mediante una Misión Diplomática Indígena que viajo a Europa durante el mes de octubre del 2007.


INTRODUCCIÓN

Frente a la demanda de los pueblos indígenas por sobrevivir política y culturalmente a los procesos de homogenización y neocolonialismo impulsados por la economía de mercado, los Estados de los países examinados han respondido con el uso desproporcionado del poder. La incidencia y las movilizaciones colectivas indígenas, tanto como las populares y campesinas, son consideradas como “acciones criminales”.



En consecuencia, son numerosas las expresiones de conculcación de los derechos humanos y colectivos: desplazamiento forzado, amenazas, acusaciones penales, homicidios, señalamientos, estigmatizaciones y allanamientos ilegales por parte de la fuerza pública; masacres, desapariciones forzadas, secuestros y confinamiento colectivo por parte de grupos armados ilegales e insurgentes; detenciones arbitrarias de sus líderes y autoridades tradicionales.

La raíz del problema está en que las sociedades de los países examinados están construidas sobre modelos de dominación, exclusión y opresión que vulneran los derechos humanos de las mayorías. El neoliberalismo, individualista por definición, agudiza este fenómeno al generar la ruptura de los lazos de solidaridad, cooperación y reciprocidad entre las personas. Y esto se acentúa cuando los gobiernos optan por políticas de exclusión de las poblaciones que viven en áreas rurales muy lejanas de las ciudades.

Tal problema se agudiza con la puesta en marcha, entre fines de la década de los ochenta hasta hoy, de políticas económicas neoliberales que privilegian la inversión extranjera para la extracción de recursos naturales, reprimarizando las economías. En la aplicación de estos modelos, se conceden todos los privilegios a las empresas transnacionales, que incursionan en territorios indígenas, saqueando sus recursos naturales, contaminando el medio ambiente, especialmente el agua, desplazando poblaciones y atentando contra su salud y sus medios de vida (agricultura, ganadería). Todo esto implica el proceso de destrucción de las culturas originarias. En resumen, la sistemática vulneración de sus derechos humanos y sus derechos colectivos.

Ninguna de esas políticas y menos aún la incursión a sus territorios es consultada a los pueblos indígenas, cuya participación en las incompletas democracias es negada por los Estados. La negociación y firma a espaldas de los pueblos de tratados de libre comercio por esos Estados es parte de este proceso. A través de ellos se apoderan de los conocimientos de los pueblos indígenas y atentan también contra sus tradicionales fuentes de trabajo.

Un poder así construido sería inviable si no implementa un sistema de control social institucional. Es decir, necesita criminalizar el derecho a la protesta de los excluidos, de los afectados por políticas del Estado que no incorporan su derecho de ser consultados y su participación. En América Latina –y en particular en la región Andina, que alberga la mayor población indígena del subcontinente– neoliberalismo y criminalización son indesligables, como las dos caras de una misma moneda.

Los acontecimientos internacionales contribuyen a este acelerado proceso. Desde el 11 de septiembre del 2001 (atentado a las torres gemelas en Nueva York, Estados Unidos), las políticas de seguridad de los Estados han cambiando radicalmente, la lucha integral contra el terrorismo es frecuente y se plantea una falsa dicotomía entre la obligación de proteger a la población civil y la obligación de respetar los derechos humanos y los derechos colectivos.

Como consecuencia de la criminalización de las demandas, se reduce la protesta a un asunto de legalidad, soslayando las causas que la generaron al no abordar la naturaleza del conflicto. La persecución y sanción penal desplazan las acciones sociales y políticas; es decir, hay una judicialización de la política al convertir toda acción política en un delito.

Para justificarlo, cada vez que los problemas sociales se politizan se escuchan voces de defensa de la democracia, gobernabilidad, desarrollo, crecimiento, paz etc. Las reivindicaciones sociales devienen así en actos subversivos, los discursos que denuncian las injusticias se convierten en apología del delito y la movilización en rebelión. El conjunto de medidas represivas, con una persecución penal que disfraza la persecución política, va acompañado de campañas de desinformación mediáticas.

Detrás de estas políticas está el carácter profundamente racista de los Estados andinos, un racismo cuyo ejercicio se extiende sobre los pueblos indígenas durante 515 años, a partir de la invasión europea, y que se concreta en una desigualdad sistemática ante la ley: los pueblos indígenas son ignorados, perseguidos y criminalizados, violando permanentemente todos los instrumentos internacionales y las normas nacionales que condenan el racismo y establecen la igualdad de todas las personas ante la ley.

En todo este proceso, entonces, los Estados contradicen sus propias constituciones y las normas contenidas en los instrumentos internacionales.

Esto pese a que en el ámbito internacional, en las dos últimas décadas del siglo pasado, se produjeron cambios importantes en la política relativa a los pueblos indígenas debido a la coyuntura de los “Quinientos años
[1]”, y la adopción del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes en 1989[2].

La Carta Democrática Interamericana (suscrita el 11 de septiembre del 2001 durante el XXVIII Período de Sesiones de la Organización de Estados Americanos) contiene un mandato claro para promover los derechos de los pueblos indígenas como una vía para consolidar la democracia en el hemisferio. Su artículo 9 establece que la protección de los derechos humanos de los pueblos indígenas y el respeto a la diversidad étnica, cultural y religiosa en las Américas contribuyen al fortalecimiento de la democracia y la participación ciudadana.

El 13 de setiembre del 2007, las Naciones Unidas adoptaron la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas. Aunque ésta amplía la protección y promoción de derechos de los pueblos indígenas, por tratarse de una Declaración y no de una Convención, carece de carácter vinculante.

Ninguno de estos instrumentos internacionales es respetado por los Estados. La vulneración de los derechos humanos y colectivos de los pueblos indígenas es una constante, una política sistemática. Los pueblos indígenas no son considerados ciudadanos sujetos de derechos, su cultura y su modelo de desarrollo son vistos más bien como “lastres para el progreso”. Y sus justas demandas a derechos consagrados por instrumentos internacionales –e incluso constituciones nacionales y normas internas– son respondidas con la criminalización de esas demandas.


Colombia: homogenización cultural y violencia armada
En Colombia existen cerca de 1’400,000 personas pertenecientes a 87 pueblos indígenas reconocidos legalmente y 8 en proceso de reconocimiento. Según la Constitución Política hay 65 lenguas que son oficiales en sus territorios. Los pueblos más numerosos son los wayuú (300 mil), los nasa o paeces (210 mil), los embera (100 mil) y los pasto (80 mil). La gran mayoría habita en áreas rurales y se les reconoce oficialmente 31 millones de hectáreas (310 mil kilómetros cuadrados). El mapa de sus territorios coincide en gran medida con el de los grupos armados que desde principios de los años sesenta llevan adelante una guerra interna que los afecta gravemente.

Un breve examen de la situación de los pueblos indígenas de Colombia evidencia la prolongación del colonialismo originado por la invasión europea. De allí las fronteras internas que fueron delineadas a través de poderes coloniales provenientes del siglo XVI y consolidadas durante el siglo XIX. Fronteras políticas, económicas, sociales y étnicas. Esto incluyó la superposición de alcaldes y gobernadores sobre las figuras de autoridad indígena (caciques), dándole continuidad al proceso de homogenización cultural. Y se confinó a los pueblos indígenas en resguardos, muchos de los cuales aún perviven.

La Constitución de 1991 reconoce a los pueblos indígenas el carácter inalienable, imprescriptible e inembargable de sus territorios y el Estado convirtió el Convenio 169 de la OIT en la Ley 91 de 1991. Sin embargo, en los últimos 20 años del siglo XX, el conflicto armado entre la fuerza pública, grupos guerrilleros y paramilitares, desintegró tanto a los pueblos indígenas como a los ecosistemas donde están asentados.

El Estado enfrenta esta crisis humanitaria exclusivamente como un problema de orden público, implementando la política de Seguridad Democrática en el marco del Plan Colombia, especialmente en los departamentos donde habitan los pueblos indígenas., cuyos derechos colectivos (ancestrales y constitucionales) son los más afectados, poniéndolos al borde de la aniquilación física y cultural.

Rodolfo Stavenhaven, Relator de la ONU para Pueblos Indígenas, visitó Colombia en el 2004. En su informe destacó la desprotección estatal y la criminalización a través de la política antiterrorista. Denunció las fumigaciones, los bombardeos y las detenciones arbitrarias efectuadas por elementos del ejército en comunidades indígenas, sin previa orden judicial de captura, cuyos cadáveres son presentados como terroristas que fueron dados de baja en acciones militares.

Casos emblemáticos
Dos casos son emblemáticos en Colombia: el del pueblo Nasa y el de la paramilitarización en el Bajo Atrato.

El 12 de octubre del 2005, ochenta mil indígenas se movilizaron convocados por el pueblo Nasa del departamento del Cauca y la Organización Nacional Indígena de Colombia, ONIC. Esta movilización incluyó procesos de recuperación de tierras en los departamentos de Cauca, Córdoba y Nariño. Allí, al menos dos indígenas Nasa perdieron uno de sus ojos o sufrieron lesiones graves y permanentes a causa del disparo de bombas con gases lacrimógenos.

Del mismo modo, sus líderes y autoridades fueron perseguidos y criminalizados cuando se movilizaron cerca de 20 mil indígenas (mayo de 2006), en el marco de la Cumbre de Organizaciones Sociales y Pueblos Indígenas, reunida en el Resguardo-Territorio de Paz de La María (Municipio de Piendamó). Allí fueron heridos por la fuerza pública más de medio centenar de comuneros, algunos de los cuales tuvieron que ser remitidos a centros asistenciales debido a la gravedad de sus lesiones.

En el Bajo Atrato, el Bloque Elmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC (paramilitares), instaló bases permanentes (que aún funcionan) e implantó estrategias de confinamiento forzado, vulnerando con ello los derechos fundamentales de la población indígena, luego del desplazamiento forzado más grande de la historia reciente del país (17 mil personas aproximadamente).

Esto se ha radicalizado durante los últimos dos años, puesto que las “obras de desarrollo” sin aplicar la consulta previa, no son objetadas ni sancionadas por el Estado. Hay más de 25 pueblos indígenas afectados por la presencia permanente de tropas de la fuerza pública en sus territorios, donde se han establecido bases militares convirtiendo a las comunidades en “objetivo militar”, usándolas como escudos humanos y trincheras frente a los actores armados insurgentes e ilegales.

Todo esto ha traído la estigmatización de la población indígena, debido a la presencia itinerante de las guerrillas (principalmente de las FARC y del ELN) en sus territorios y, muy especialmente, a que se mantienen activos los grupos paramilitares (supuestamente desmovilizados), con el apoyo abierto de la fuerza pública.

Chile: penalización y allanamientos
En Chile existen nueve pueblos indígenas. En el norte del país se asientan los pueblos aymará, quechua, atacameño likanatay, colla y diaguita. En la isla de Pascua vive el pueblo rapanui y en la zona centro sur está el pueblo mapuche, que a su vez se agrupa en las identidades territoriales lafikenche, huilliche, pehuenche, nagche y wenteche. En el extremo austral residen comunidades yámana y kawaskar. Todos estos pueblos y sus territorios fueron sometidos a jurisdicción del Estado de Chile tras campañas militares expansionistas a fines del siglo XIX, procesos en los cuales se originan muchas de las actuales reclamaciones por tierras y derechos conculcados.

El movimiento mapuche contemporáneo en Chile emerge a fines de los años setenta del siglo XX, bajo la dictadura de Augusto Pinochet. Desde entonces ha protagonizado grandes ciclos de movilizaciones por sus derechos, poniendo en todos ellos en cuestión la relación entre el Estado, la sociedad chilena y los pueblos indígenas; relación que se vio particularmente afectada con la gran transformación neoliberal implementada por la dictadura. El caso mapuche se constituyó en una expresión notable de violación de derechos humanos, producto de la ortodoxia neoliberal de liquidación de la propiedad comunitaria y negación de la diferencia étnica.

La Constitución de 1980 no reconoce a los pueblos indígenas y Chile no ha adoptado el Convenio 169 de la OIT. Desde 1993, la política del Estado chileno en este campo se rige por Ley 19.253 (Ley Indígena), que reconoce a los sujetos indígenas como individuos, impidiendo cualquier posibilidad legal de representación colectiva.

Frente a las diversas movilizaciones indígenas, los gobiernos de Eduardo Frei (1994-1999) y Ricardo Lagos (2000-2005) emprendieron una sistemática escalada de penalización, acompañada de una criminalización política y mediática. En una primera etapa, en 1997, el Ejecutivo recurrió a la legislación de Seguridad Interior del Estado (Ley 12.927). También se abrieron procesos ante la Justicia Militar contra mapuches detenidos que resisten la acción policial en manifestaciones y desalojos.

La nueva etapa de la escalada penal comienza con la puesta en marcha experimental de la reforma procesal penal en La Araucanía (oficialmente comenzó a regir el 16 de diciembre del 2000). El Ministerio Público y sus fiscales comienzan a aplicar masivamente el Código Penal a las situaciones de conflicto social, tipificando las acciones de protesta como delitos: usurpación, desordenes, daños, hurto, robo, incendio, asociación ilícita delictiva, etc.

Las querellas presentadas contra mapuches fueron 12 entre el 2001 y el 2003. Tales querellas se acumularon en cuatro procesos. Se agregan a otras 80 causas por distintas leyes penales. De acuerdo a declaraciones en el 2005 del Subsecretario del Interior, el empleo de la Ley 18.314 habría obedecido a las ventajas procesales que otorga a la parte acusadora para la investigación y construcción de pruebas, entre ellas el uso de testigos sin rostro.
Las causas originan allanamientos, detenciones y vigilancia policial. Entre noviembre de 2001 y octubre de 2003, los mapuches procesados eran 209, sólo en la región de La Araucanía. A ellos deben agregarse una cifra indeterminada de otros cientos de detenidos en manifestaciones, otros golpeados, interrogados y maltratados en operativos, sin ser procesados.

En torno a los procesos se creó un clima con ribetes de “guerra sucia”, con intervenciones telefónicas a los defensores penales, robos de equipos computacionales de organizaciones indígenas, presión para el cierre de programas de derechos de los pueblos indígenas en universidades estatales y sabotaje de vehículos de abogados. Múltiples comunidades sufren allanamientos policiales, en diligencias ordenadas por los fiscales que investigan cada caso, y se despliega una amplia vigilancia en las zonas mapuche.

Casos emblemáticos
El caso emblemático es el de la comunidad Temucuicui en la Provincia de Malleco, que a lo largo del 2007 ha sufrido una serie de allanamientos, en procedimientos policiales donde han sido particularmente afectados niños, mujeres y ancianos. En la provincia de Arauco también sufrieron allanamientos la comunidad Pascual Coña, en el Lago Lleu Lleu (26 de agosto de 2006) y la comunidad Nicolás Calbullanca (16 de octubre de 2006). Y en la zona rural de Nueva Imperial, los carabineros ejecutan extrajudicialmente al anciano mapuche Juan Collihuin (28 de agosto de 2006).

Frente a las marchas indígenas en las ciudades y los actos de bloqueo de caminos, las respuestas policiales resultan desproporcionadas, con uso indiscriminado de gases lacrimógenos, balines e invasión de moradas, como ocurrió con las comunidades de Quepe en La Araucanía, que rechazan un aeropuerto (8 de septiembre de 2006). Particular gravedad reviste la incorporación de patrullas de la Armada en misiones de patrullaje en los lagos y la costa lafkenche, como es el caso del Lago Lleu LLeu, en Arauco, y la costa de Mehuin, provincia de Valdivia.

Perú: torturas y procesos judiciales
La última información estadística sobre la población indígena del Perú data del Censo de 1993, según el cual hay 8’793,295 indígenas, 97.8% de los cuales son andinos y 2.1% amazónicos. De acuerdo con estas cifras, los indígenas representan la tercera parte de los 27 millones de habitantes. En la costa y los andes el pueblo indígena mayoritario es el quechua, seguido del aymará, mientras que en la amazonía existen más de 65 pueblos indígenas diferentes, incluyendo a no menos de 11 pueblos en situación de aislamiento voluntario o en contacto inicial.

Los pueblos indígenas nunca han tenido un reconocimiento como tales en las diversas constituciones políticas. La de 1993 se refiere solo a las comunidades nativas y campesinas. El Estado ha ratificado el Convenio 169 de la OIT.
Los movimientos indígenas, a partir de la segunda mitad del siglo XX, estuvieron marcados por los levantamientos campesinos de tomas de tierras en demanda de una reforma agraria que pusiera fin a los latifundios, un sistema heredado de las encomiendas coloniales, que no solo despojaba a las comunidades de sus territorios sino que imponía regímenes de trabajo casi esclavistas a los indígenas. En octubre de 1968 se produce el golpe de Estado del general Juan Velasco Alvarado, una de cuyas medidas fue precisamente la Reforma Agraria de 1969.

Un autogolpe de Estado (Alberto Fujimori, 5 de abril de 1992) impuso un régimen político autoritario que arrasó con los derechos políticos, económicos, sociales y ambientales en general, y en particular significó el recorte y la violación sistemática de los derechos humanos y colectivos de los pueblos indígenas. Ello fue consagrado por una nueva Constitución, la de 1993, aún vigente, a partir de la cual se dictó todo un paquete de normas de promoción de la inversión privada que significaron la profundización del recorte y violación de los derechos señalados.

El retorno a la democracia, en noviembre del 2000, no se tradujo en un cambio de modelo económico y el Estado endureció cada vez más sus medidas. El 22 de julio del 2007, el gobierno de Alan García aprobó 11 decretos legislativos que modifican más de 50 artículos del Código Penal. Las medidas incluyen el incremento de la condena penal para los delitos contra la paz pública, la institucionalización de las penas de cadena perpetua, la impunidad para los miembros de fuerzas armadas y policiales que maten a manifestantes, la penalización de la participación de autoridades y funcionarios en protestas sociales, la consideración como delito de extorsión de todo reclamo, etcétera. Paralelamente se implementa una campaña sistemática contra organizaciones no gubernamentales (en particular las vinculadas a derechos humanos y medio ambiente), gremios en conflicto y movimientos indígenas.

La imposición de la actividad minera con el apoyo político de los gobiernos ha traído consigo 3,200 comunidades afectadas y el surgimiento de más de 47 conflictos mensuales. Como consecuencia de ello, las empresas mineras y el Gobierno han iniciado procesos judiciales a más de 740 campesinos en 14 zonas mineras del Perú.
Casos emblemáticos

Un conflicto emblemático es el de las comunidades campesinas de la Región Piura, que el 16 de setiembre del 2007 participaron en una consulta convocada por las municipalidades distritales en la que el 94% de la población rechazó la presencia del proyecto minero Río Blanco, a cargo de la empresa Majaz, en sus territorios.

Estas comunidades han realizado movilizaciones desde el 2004. La primera de ellas, en julio de ese año, fue reprimida por la policía con bombas lacrimógenas, víctima de las cuales murió Remberto Rivera Racho. Al año siguiente, en una segunda movilización también ferozmente reprimida murió Melanio García Gonzales y se detuvo a 32 campesinos. Los asesinatos han quedado impunes.

Durante tres días los 32 campesinos estuvieron detenidos y en ese lapso la policía los torturó. Según testimonio del dirigente local Mario Tabra Guerrero, una de las víctimas, los detenidos fueron atados de las manos atrás y sentados cabeza abajo, para golpearles con la culata de sus fusiles. Les rompieron las camisas y les echaron polvos lacrimógenos. Mario Tabra tiene 11 procesos judiciales.

Otro dirigente local perseguido es Magdiel Carrión Pintado, quien fue acosado de manera permanentemente por empleados de la empresa minera, con intentos de soborno por montos de 10 mil a 25 mil dólares e incluso una casa, a cambio de que se calle y se vaya de su comunidad. Ante su rechazo a estas ofertas, los empleados de la empresa minera cambiaron de táctica y empezaron con amenazas a través de llamadas telefónicas y cartas anónimas. Magdiel Carrión tiene 15 procesos judiciales.

En ambos casos, los cargos más graves que les imputan son contra la libertad, violación de la libertad personal (secuestro agravado), lesiones graves, daños contra los medios de transporte y comunicación, contra la seguridad pública, usurpación agravada, contra la administración pública, violencia y resistencia a la autoridad, asociación ilícita para delinquir y homicidio.

Poner un alto
Frente a esta sistemática violación de sus derechos humanos y colectivos, los pueblos indígenas necesitan de la solidaridad internacional. Es indispensable que los Estados democráticos de la Unión Europea y de otros países, así como los organismos y foros internacionales, intercedan ante los gobiernos de los países andinos, exigiéndoles que pongan fin a los procesos de criminalización de las demandas de los movimientos sociales, en particular de los pueblos indígenas.

Es hora de poner un alto a la secular exclusión de los pueblos indígenas y que los Estados empiecen a tratarlos como ciudadanos, respetando, protegiendo y promoviendo sus derechos humanos y sus derechos colectivos, construyendo democracias sólidas para todos sus ciudadanos. La paz solo es posible en sociedades justas y tolerantes, donde la diferencia deje de ser vista como un obstáculo y más bien sea reconocida como una riqueza y una herramienta indispensable para forjar un mundo de todos y para todos.

[1] Celebración del V Centenario de la invasión europea a América, continente hasta entonces conocido como Abya Yala.
[2] En mérito a la adopción del Convenio 169-OIT, las normas de dicho instrumento internacional desde enero de 1994 gozan de rango constitucional en el Perú y el gobierno está obligado a implementar su ejercicio. Chile no ha ratificado el Convenio 169 de la OIT. Colombia sí lo ha hecho y lo ha convertido en la Ley 91 de 1991.

*Este informe fue elaborado bajo la Coordinación de Wilwer Vilca Quispe, y la participación de Víctor Toledo (chile), Diego Henao (Colombia) y Betzy Rey )Perú).

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